Historias de ciudad: Aquellos Kioscos de barrio

Un repaso a la nostalgia y los recuerdos 

''Hoy quiero hablarles sobre Nilda, “La Nilda”, como le decíamos en casa. Ella tenía un kiosco que se llamaba “Los Dos Hermanos”. Yo nunca le dije así, para mí siempre fue “el kiosco de la Nilda”, aunque lo atendía junto con su marido, Don Chicho, y sus dos hijos.
Tiempo después descubrí que el nombre del kiosco era por ellos, supongo, tampoco tengo la certeza. Quisiera recordar cuál fue la primera vez que fui a su kiosco, pero no puedo. Es como intentar acordarse del primer árbol que uno ve, de la primera flor.

Nací y crecí yendo a ese kiosco. En mi imaginario, cada vez que me toca imaginar uno, será por siempre ese: un mostrador de madera que se levanta para poder pasar, un mantel verde de ule, frascos de masitas sueltas y clientes con libretitas para anotarles el fiado.
Desde muy chico, ya iba solo a comprar, casi todos los días. Iba acompañado los sábados, cuando casi que obligaba a mi abuela a ir para que me comprara algún huevo Kinder, o alguna otra golosina si es que ese día no alcanzaba, o las figuritas de Dragon Ball.

El kiosco de la Nilda tenía de todo: era librería, ferretería, fiambrería, regalería. Hasta tenía un sector de juguetería en la vereda de enfrente; ahí me compré mi primer tetris y mi primer Diabolo Bronco. Cuando digo que tenía de todo, es todo. En casa solíamos decir que si necesitabas papas y se las pedías, las sacaría de sus provisiones para que te las pudieras llevar, y no era solo un dicho, realmente así era.

Por eso, el día que fui a comprar un álbum de figuritas de Pokémon y no lo tenía, casi que no lo pude creer, no me entraba en la cabeza. Si algo existe, no puede ser que acá no esté. Creo que ella vió mi cara de desilusión, de frustración, y prometió traerlo; que pase al día siguiente, me dijo. Pasé al otro día, y al otro, y al otro, durante varias semanas: nada. Los últimos días ya ni le preguntaba, con su cara me comunicaba que no había llegado. ¿Podía haberme ido a otro barrio, a otro kiosco a comprarlo? Sí, pero ella prometió traerlo y yo no la iba a traicionar.
Nilda y Don Chicho eran más bien personas parcas, no antipáticos, pero solemnes, de no demostrar tanto. Por eso, esa mañana que Nilda tocó timbre en mi casa con el álbum en la mano y me abrazó sonriendo, algo cambió para siempre, se rompió la cuarta pared. ¿Cómo es posible que Nilda haya venido a mi casa y no yo a su kiosco? Creo que estaba casi tan feliz como yo. El álbum era una excusa, ella estaba feliz por cumplir su promesa, yo por no haberla traicionado. Después de ese día, si no había mucha fila atrás mío para comprar, me quedaba charlando cada vez más tiempo con ella y también con Chicho.

El tiempo fue pasando, y sin darme cuenta dejé de comprar golosinas y empecé a comprar las primeras cervezas para tomar en la plaza, a sacar fotocopias de los apuntes para la secundaria y después de la facultad.

El kiosco de la Nilda era mi paisaje diario y mi manzana, pensé que siempre iba a estar ahí. A veces creo que está todavía, cuando estoy por almorzar y me doy cuenta de que me faltó comprar el pan.

No sé qué día cerró sus puertas, no sé qué día dejó de haber gente haciendo fila abajo del techito, refugiándose de la lluvia o del sol caliente de diciembre. El mismo techo donde me quedé hace un par de tardes esperando que pase el chaparrón y acordándome de todo esto. Mirando las persianas bajas de lo que había sido el kiosco. Tratando de imaginarme a la Nilda acodada, con sus mangas arremangadas, en el mostrador, preguntándome qué iba a llevar.

Quisiera poder contarle que muchas veces me “vendió” algo que no se puede vender: felicidad. Porque cuando digo que su kiosco tenía de todo, es TODO.''


Julián Belladore

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